sábado, 26 de agosto de 2017

La revolución social y cultural

La mejor forma de acercarnos a esta revolución cultural es a través de la familia y del hogar, es decir, a través de la estructura de las relaciones entre ambos sexos y entre las distintas generaciones.
No obstante, a pesar de las variaciones, la inmensa mayoría de la humanidad compartía una serie de características, como la existencia del matrimonio formal con relaciones sexuales privilegiadas para los cónyuges (el «adulterio» se considera una falta en todo el mundo), la superioridad del marido sobre la mujer («patriarcalismo») y de los padres sobre los hijos, además de la de las generaciones más ancianas sobre las más jóvenes, unidades familiares formadas  por varios miembros, etc.
Sin embargo, en la segunda mitad del siglo xx esta distribución básica y duradera empezó a cambiar a la velocidad del rayo, por lo menos en los países occidentales «desarrollados», aunque de forma desigual dentro de estas regiones.
En Bélgica, Francia y los Países Bajos el índice bruto de divorcios (el número anual de divorcios por cada 1.000 habitantes) se triplicó aproximadamente entre 1970 y 1985.
La cantidad de gente que vivía sola (es decir, que no pertenecía a una pareja o a una familia más amplia) también empezó a dispararse.
En cambio, la típica familia nuclear occidental, la pareja casada con hijos, se encontraba en franca retirada.
En los Estados Unidos estas familias cayeron del 44 por 100 del total de hogares al 29 por 100 en veinte años (1960-1980); en Suecia, donde casi la mitad de los niños nacidos a mediados de los años ochenta eran hijos de madres solteras.
La crisis de la familia estaba vinculada a importantes cambios en las actitudes públicas acerca de la conducta sexual, la pareja y la procreación, tanto oficial como extraoficial, los más importantes de los cuales pueden datarse, de forma coincidente, en los años sesenta y setenta.
En Gran Bretaña la mayor parte de las actividades homosexuales fueron legalizadas en la segunda mitad de los años sesenta.
La venta de anticonceptivos y la información sobre los métodos de control de la natalidad se legalizaron en 1971, y en 1975 un nuevo código de derecho familiar sustituyó al viejo que había estado en vigor desde la época fascista. Finalmente, el aborto pasó a ser legal en 1978, lo cual fue confirmado mediante referéndum en 1981. ( caso italiano)
Aunque no cabe duda de que unas  leyes permisivas hicieron más fáciles unos actos  hasta entonces prohibidos y dieron mucha más publicidad a estas cuestiones, la ley reconoció más que creó el nuevo clima de relajación  sexual.
Y es que si el divorcio, los hijos ilegítimos y el auge de las familias monoparentales (es decir, en la inmensa mayoría, sólo con la madre) indicaban la crisis de la relación entre los sexos, el auge de una cultura específicamente juvenil muy potente indicaba un profundo cambio en la relación existente entre las distintas generaciones.
Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de los años sesenta y setenta, fueron las movilizaciones de sectores generacionales que, en países menos politizados, enriquecían a la industria discográfica, el 75-80 por 100 de cuya producción —a saber, música rock— se vendía casi exclusivamente a un público de entre catorce y veinticinco años.
 La nueva «autonomía» de la juventud como estrato social independiente quedó simbolizada por un fenómeno que, a esta escala, no tenía seguramente parangón desde la época del romanticismo: el héroe cuya vida y juventud acaban al mismo tiempo. Esta figura, cuyo precedente en los años cincuenta fue la estrella de cine James Dean, era corriente, tal vez incluso el ideal típico, dentro de lo que se convirtió en la manifestación cultural característica de la juventud: la música rock. Buddy Holly, Janis Joplin, Brian Jones de los Rolling Stones, Bob Marley, Jimmy Hendrix y una serie de divinidades populares cayeron víctimas de un estilo de vida ideado para morir pronto.
En primer lugar, la «juventud» pasó a verse no como una fase preparatoria para la vida adulta, sino, en cierto sentido, como la fase culminante del pleno desarrollo humano.
La segunda novedad de la cultura juvenil deriva de la primera: era o se convirtió en dominante en las «economías desarrolladas de mercado», en parte porque ahora representaba una masa concentrada de poder adquisitivo, y en parte porque cada nueva generación de adultos se había socializado formando parte de una cultura juvenil con conciencia propia y estaba marcada por esta experiencia, y también porque la prodigiosa velocidad del cambio tecnológico daba a la juventud una ventaja tangible sobre edades más conservadoras o por lo menos no tan adaptables.
Lo que los hijos podían aprender de sus padres resultaba menos evidente que lo que los padres no sabían y los hijos sí. El papel de las generaciones se invirtió.
La tercera peculiaridad de la nueva cultura juvenil en las sociedades urbanas fue su asombrosa internacionalización. Los téjanos y el rock se convirtieron en las marcas de la juventud «moderna».
El inglés de las letras del rock a menudo ni siquiera se traducía, lo que reflejaba la apabullante hegemonía cultural de los Estados Unidos en la cultura y en los estilos de vida populares, aunque hay que destacar que los propios centros de la cultura juvenil de Occidente no eran nada patrioteros en este terreno, sobre todo en cuanto a gustos musicales, y recibían encantados estilos importados del Caribe, de América Latina y, a partir de los años ochenta, cada vez más, de África.
 Los jóvenes vivían en sociedades divorciadas de su pasado.
Con la posible y única excepción de la experiencia compartida de una gran guerra nacional, como la que unió durante algún tiempo a jóvenes y mayores en Rusia y en Gran Bretaña, no tenían forma alguna de entender lo que sus mayores habían experimentado o sentido, ni siquiera cuando éstos estaban dispuestos a hablar del pasado, algo que no acostumbraba a hacer la mayoría de alemanes, japoneses y franceses.
La edad de oro ensanchó este abismo, por lo menos hasta los años setenta. ¿Cómo era posible que los chicos y chicas que crecieron en una época de pleno empleo entendiesen la experiencia de los años treinta, o viceversa, que una generación mayor entendiese a una juventud para la que un empleo no era un puerto seguro después de la tempestad, sino algo que podía conseguirse en cualquier momento y abandonarse siempre que a uno le vinieran ganas de irse a pasar unos cuantos meses al Nepal?
La liberación personal y la liberación social iban, pues, de la mano, y las formas más evidentes de romper las ataduras del poder, las leyes y las normas del estado, de los padres y de los vecinos eran el sexo y las drogas.
No obstante, el consumo de drogas era, por definición, una actividad ilegal, y el mismo hecho de que la droga más popular entre los jóvenes occidentales, la marihuana, fuese posiblemente menos dañina que el alcohol y el tabaco, hacía del fumarla (generalmente, una actividad social) no sólo un acto de desafío, sino de superioridad sobre quienes la habían prohibido.
Sin embargo, la importancia principal de estos cambios estriba en que, implícita o explícitamente, rechazaban la vieja ordenación histórica de las relaciones humanas dentro de la sociedad, expresadas, sancionadas y simbolizadas por las convenciones y prohibiciones sociales.
La revolución cultural de fines del siglo xx debe, pues, entenderse como el triunfo del individuo sobre la sociedad o, mejor, como la ruptura de los hilos  que hasta entonces habían imbricado a los individuos en el tejido social.
En la mayor parte del mundo, los antiguos tejidos y convenciones sociales, aunque minados por un cuarto de siglo de transformaciones socioeconómicas sin parangón, estaban en situación delicada, pero aún no en plena desintegración.
Las instituciones a las que más afectó el nuevo individualismo moral fueron la familia tradicional y las iglesias tradicionales de Occidente, que sufrieron un colapso en el tercio final del siglo.
El viejo vocabulario moral de derechos y deberes, obligaciones mutuas, pecado y virtud, sacrificio, conciencia, recompensas y sanciones, ya no podía traducirse al nuevo lenguaje de la gratificación deseada.
La incertidumbre y la imprevisibilidad se hicieron presentes. Las brújulas perdieron el norte, los mapas se volvieron inútiles.
Capítulo X LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-1990
La novedad de esta transformación estriba tanto en su extraordinaria rapidez como en su universalidad.
Para el 80 por 100 de la humanidad la Edad Media se terminó de pronto en los años cincuenta; o, tal vez mejor, sintió que se había terminado en los años sesenta.
Realmente, la rapidez del cambio fue tal, que el tiempo histórico puede medirse en etapas aún más cortas.
A finales de los años setenta los vendedores de los puestos del mercado de un pueblo mexicano ya determinaban los precios a pagar por sus clientes con calculadoras de bolsillo japonesas, desconocidas allí a principios de la década.
El cambio social más drástico y de mayor alcance de la segunda mitad de este siglo, y el que nos separa para siempre del mundo del pasado, es la muerte del campesinado.
Lo que pocos hubiesen podido esperar en los años cuarenta era que para principios de los ochenta ningún país situado al oeste del telón de acero tuviese una población rural superior al 10 por 100.
En América Latina, el porcentaje de campesinos se redujo a la mitad en veinte años en Colombia (1951-1973), en México (1960-1980) y —casi— en Brasil (1960-1980), y cayó en dos tercios, o cerca de esto, en la República Dominicana (1960-1981), Venezuela (1961-1981) y Jamaica (1953-1981).
Sólo tres regiones del planeta seguían estando dominadas por sus pueblos y sus campos: el África subsahariana, el sur y el sureste del continente asiático, y China.
Cuando el campo se vacía se llenan las ciudades. El mundo de la segunda mitad del siglo xx se urbanizó como nunca.
Casi tan drástico como la decadencia y caída del campesinado, y mucho más universal, fue el auge de las profesiones para las que se necesitaban estudios secundarios y superiores.
Pero, tanto si la alfabetización de las masas era general como no, la demanda de plazas de enseñanza secundaria y, sobre todo, superior se multiplicó a un ritmo extraordinario, al igual que la cantidad de gente que había cursado o estaba cursando esos estudios.
Esta multitud de jóvenes con sus profesores, que se contaban por millones o al menos por cientos de miles en todos los países, salvo en los más pequeños o muy atrasados, cada vez más concentrados en grandes y aislados «campus» o «ciudades universitarias», eran un factor nuevo tanto en la cultura como en la política.
Tal como revelaron los años sesenta, no sólo eran políticamente radicales y explosivos, sino de una eficacia única a la hora de dar una expresión nacional e incluso internacional al descontento político y social.
La entrada masiva de mujeres casadas —o sea, en buena medida, de madres— en el mercado laboral y la extraordinaria expansión de la enseñanza superior configuraron el telón de fondo, por lo menos en los países desarrollados occidentales típicos, del impresionante renacer de los movimientos feministas a partir de los años sesenta. En realidad, los movimientos feministas son inexplicables sin estos acontecimientos.

En realidad, las mujeres, como grupo, se convirtieron en una fuerza política destacada como nunca antes lo habían sido. El primer, y tal vez más sorprendente, ejemplo de esta nueva conciencia sexual fue la rebelión de las mujeres tradicionalmente fieles de los países católicos contra las doctrinas más impopulares de la Iglesia, como quedó demostrado en los referenda italianos a favor del divorcio (1974) y de una ley del aborto más liberal (1981)
La revolución social y cultural. Historia del siglo XX E. Hobsbawm.

actividad:
1- ¿por que habla el autor de revolución?
2- ¿donde se reflejan los cambios? en que aspectos? enumera, ejemplifica.
3- compara lo descrito con la situación actual, ¿qué ha sucedido, hay cambios, permanencias?

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